Tormentas Paradigmáticas

Aquellas perturbaciones que se ajustan a mi propia idea mental del concepto tormenta...

lunes, octubre 10, 2005

Everyday I love you less and less...


Desde que suena el despertador amarillo limón y me saca de una gran bañera llena de espuma rosa fúcsia en la que me estaba oníricamente bañando con unos amigos (todos vestidos con traje y corbata de rayas de colores, según los tonos del arco iris) y unos cuantos patos de goma, esta es la banda sonora de mi día. Mientras me ducho, todavía con los ojos pegados por el sueño, resuena en mi mente la voz de Ricky Wilson, el cantante de Kaiser Chiefs, y su ritmo acelerado imprime una cadencia punk a mis acciones matutinas. Me visto (camisa estampada, jeans grises, bailarinas, medias de rejilla, pendientes enormes), desayuno, me lavo los dientes y me maquillo en un tiempo récord, oyendo de fondo las malas noticias con las que se inaugura un lunes. Nada bueno parece pasar en el mundo, y, por poco importante que sea, está nublado en Barcelona, con ese tono gris perla opaco y nada perlado que tiene el cielo cuando se tapa con capas espesas de nubes. Mientras me pinto las pestañas, un señor de aspecto serio dice en la tele que los tornados, terremotos y demás catástrofes que se suceden en las últimas semanas sólo indican que nos encontramos ante el inicio del fin del mundo. Qué triste si fuera cierto, querido. El fin del mundo nos debiera encontrar a todos vestidos de fiesta, borrachos, despeinados y con los zapatos de tacón en la mano. El fin del mundo debería venir de súbito, sin darnos tiempo a tomar conciencia de que la gente muere a puñados, de que las ciudades se hunden o inundan, que llueve azufre o que llegan esos jinetes tan típicos de los fines del mundo. No molan los finales en ese tipo de anticrescendo: everyday I love you less and less, cada día te quiero un poco menos, te estoy dejando de querer, tan diferente al ya no te quiero. Esa disminución de las constantes, ese progresivo abandono, tan opuesto a un estallido de lo que sea.

Ya no te quiero. Es una frase que me suena contundentemente hermosa, sin réplica posible, determinante y definitiva, pero que debe incrustarse adentro como un trozo de vidrio. Me emocionaría poder usarla alguna vez en mi vida, porque implicaría una determinación que no tengo, un poder de decisión ajeno a mí, una seguridad en mis afectos de la que carezco. Al contrario, en la práctica siempre cohabito con la confusión y la duda, con los remordimientos y otros restos de afectos que no me permiten elegir blanco o negro, sino quedarme en un amplio abanico de tonos de gris: aburridos y cobardes. Y además, no me gusta quedar mal, no me gusta ser odiada y no me gusta doler, ser el origen de una herida para nadie, cosa que me hunde en la terrible normalidad de la especie humana. Decir "ya no te quiero" es, además, frío y ligeramente cínico: "me da igual como te sientas, ya no te quiero". Todos los que no somos buenos del todo, quisiéramos ser malos algunas veces. Pero ser malo cuando se es un poco bueno cuesta mucho, y nos acabamos quedando en una media tinta, un tanto por ciento, que seguramente nos dejaría en el purgatorio ad infinitum, suponiendo que hubiera una clasificación en el depósito espiritual post-mortem. Me quedo en un reducto semibueno, con pequeñas malas obras, diminutos actos de crueldad, malos sentimientos chiquititos y un trasfondo de sentimiento de culpa, de ganas de hacer las cosas según lo universalmente entendido como bien. La maldad es complicada, multimatices y policromada, y pasarse al lado oscuro cuesta un poco más que lo que pintan las películas.

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