Tormentas Paradigmáticas

Aquellas perturbaciones que se ajustan a mi propia idea mental del concepto tormenta...

miércoles, noviembre 09, 2005

El club de los poetas vivos


Tengo una pecera. Bueno, de hecho, TENÍA una pecera. Una de esas peceras redondas de cristal, de esas en las que cabe mucha más agua de la que parece, con dos peces rojos como únicos ocupantes de ese microcosmos acuático. Raül me los regaló hace cuatro años, en un domingo de octubre, y después paseamos de la mano, antes de irnos a Barcelona. Les llamé Alfonsina y Horacio, por dos poetas que en aquel momento me obsesionaban (tiendo a obsesionarme por las cosas que me enamoran). Todavía sobreviven, desmintiendo los mitos sobre la brevedad de la vida de esas carpitas amnésicas. Todavía sobreviven, y es un auténtico milagro.

Anoche, después de cenar, lavé los platos, limpié las encimeras y los fogones, cerré la bolsa de basura y entré la pecera a la cocina para cambiar el agua y dejarla lista. Horacio llevaba unos días enfermo, en esa actitud semiflotante que tienen los peces al borde de la muerte.

NOTA: Sé un poco de eso, porque después de comprar a los poetas, Raül me trajo un día otro pez, más bonito y no tan rojo, transparente, blanco y pequeñín. Le llamé Federico, porque en esos días tuve un sueño sobre un niño llamado Federico, flaco, de pelo negro y ojos tristes, al que me encontré en una playa. Además, Federico era el nombre de otro poeta. Y bueno, el caso es que Federico murió tiempo después, tras unos días en que no podía luchar contra la flotación, y se dejaba caer de lado, ascendiendo hacia la superficie, con los ojos abiertos y los carrillos inflándose lentamente. Me daba mucha pena, sobre todo después de ver "Buscando a Nemo".

Intentando mejorar su calidad de vida, limpié a fondo la pecera y las piedrecitas, cambié el agua y volví a colocar dentro a los poetas. Después de dejar la pecera en su lugar, en el tercer estante, volví a la cocina para apagar la luz, fregar el suelo y cerrar la puerta (no en ese orden). Cuando ya estaba en la cocina, oí un "shhhhhhhhhhhhhhh", un sonido acuático que nada bueno presagiaba. Me volví, y una cascada de agua caía de la pecera, por un boquete ovalado, con la forma exacta del vidrio de unas gafas. Alfonsina estaba en el suelo coleando, y la mayor parte de mis libros (situados en los estantes uno y dos) estaban empapados, igual que el equipo de música, el suelo, los muebles. El orden de prioridades parece clarísimo, pero estaba tan desconcertada que las piernas me temblaban y no sabía por dónde empezar, no era capaz de distanciarme de la situación y de pensar con claridad, estaba totalmente aturdida, y eso que la tragedia era de una magnitud ínfima.

NOTA: Dios, qué débil de carácter demostré ser, que incapaz de hacer frente a las pequeñas catástrofes domésticas, a la furia de los elementos desatada en un reducto hogareño.

Salvé a Alfonsina agonizante tirándola a un cubo con agua, sequé un poco los libros que ya empezaban a rizarse, y los puse en un lugar seco. Intenté cubrir el suelo menos inundado con trapos y periódicos, absorber las aguas profundas con la fregona, dejar el equipo musical sobre toallas en la mesa. Pero entonces me di cuenta de que el agua había llegado hasta el dormitorio, mojando el cubo de la ropa sucia, la cómoda, los zapatos que estaban en el suelo... ¿cómo puede dar tanto de sí el agua de una pecera? Y justo ahí, en ese mismo instante, me puse a llorar.

Eran las doce de la noche de un martes, que había comenzado perfecto, soleado y bonito. Un martes de mucho trabajo, que había sobrellevado con buen humor. Un martes que tenía buenas perspectivas para la noche. Tenía la casa limpia, la cocina recogida, y no ponían nada bueno en la tele: podía salir y dormir fuera, y también podía ponerme el pijama y sentarme a leer, no pensar nada. Y de repente, una sola variable modificó todo el escenario. Y me obligó a ponerme de rodillas y enjugar el piso.

La moraleja de todo esto es, simplemente, nunca te fíes de un día que comienza con sol. Y el corolario: si comienza con lluvia, cuidado, porque siempre puede ser peor.

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