Dos personas
Una mujer en el andén al aire libre de la estación. Su edad podría estar en cualquier punto entre los 55 y los 65 años. Va bien vestida, con ropa clásica y elegante pero que se nota actual, con ese punto de tendencia que siempre tiene la ropa cara. Un abrigo de tweed con solapas grandes, entallado y largo. Bufanda granate esponjosa. Un bolso louis vuitton que parece bueno. Unos zapatos de salón, de tacón bajo y punta afilada, negros y brillantes. Un broche en el pecho, en forma de ramillete: bisutería evidente pero con una cierta clase, nada recargada. Sin embargo, las medias son el primer detalle que indica que algo falla: son de color carne, pero de esa densidad y textura de mercadillo, de media de vieja. Brillan un poco, y dan un color antinatural, ortopédico, al pedazo de pierna que asoma bajo el dobladillo del abrigo. Otra de las cosas discordantes es el cabello, porque lo lleva excesivamente largo para lo que se acostumbra a ver en mujeres de esa edad, con raya al medio, aplanado y teñido de un marrón oscuro. Recogido de cualquier manera en la nuca con una goma grande, eso que antes (cuando yo tenía 12 años) estaba de moda y se llamaba coletero. No es que la señora vaya despeinada, sino que le da un aire vulgar que choca con todo el resto. La miro mientras llega el tren: saca del bolso un paquete de rosquillas y una botellita de agua. Sus ademanes, sus gestos, su grosera manera de comer la delatan de nuevo. Subo al tren y todavía me da tiempo a ver como se limpia la nariz con la manga del elegante abrigo.
Los colores vivos me atraen, eso es vox populi. Los que prefiero visualmente son el rosa, el azul turquesa y el verde pistacho, sobre todo cuando destacan en una masa oscura, como es el tren en invierno, hasta los topes de abrigos y chaquetones en negro, marrón, gris y azul marino. En esos momentos, ver una bolsa de deporte enorme de un brillante, resplandeciente y precioso verde pistacho es todo un acontecimiento visual. La lleva un chico moreno y joven, con un atractivo medio gafapastoso y medio dejado. Lleva auriculares, zapatillas converse all stars de color caqui, barba de muchos días y el pelo revuelto, con un largo flequillo de lado que cruza su frente desde la sien derecha para sujetarse sobre la oreja izquierda. Lleva un piercing en el labio, y tiene la boca pequeña, apretada, los ojos entrecerrados, nublados por unas pestañas espesas. Está agarrado a la barra del techo, así que se le levanta el abrigo corto negro de paño y deja ver el final de un pantalón vaquero caído, con cinturón modernillo con remaches metálicos y una camisa de rayas en distintos tonos de verde, inaudita por su osadía. Me pregunto qué música oirá, cómo será su voz, y lo hago con un interés puramente curioso y sociológico y nada hormonal. Me doy cuenta de súbito que cada uno de los desconocidos de la calle o del tren tiene cosas bonitas, y me propongo ver por lo menos algo hermoso en cada persona que me cruce. Le miro de nuevo, para almacenar más detalles interesantes. Raül siempre me dice que miro demasiado a la gente, que soy odiosa por eso. Le miro fijo y me mira. Me sostiene la mirada sin cambiar la expresión. Bajo del tren.
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