Y siempre hay segundos miserables
En ocasiones veo demasiada gente rara. Ya, ya sé todo eso de que la normalidad no existe, que todo el mundo es peculiar y diferente, pero hay personas realmente raras, que se cruzan conmigo sin saber que me sorprenden y a veces, me conmueven. Desconocidos imperfectos que no tienen puta idea de que yo existo e incluso me fijo en ellos y tal vez hasta escriba cosas sobre ellos (Oooh, me asalta la duda...¿alguien desconocido escribirá en su blog sobre mí? La incertidumbre me consume).
Hoy ha sido un día medio feo, sin colores estridentes o canciones estupendas: me molestó casi todo y me indigné/entristecí/angustié por demasiadas cosas que no lo merecían. Lloré en el tren viniendo hacia aquí, por un inesperado momento de soberbia pero extrañísima belleza: un árabe con turbante, chilaba inmaculada y abrigo negro saca del bolsillo un móvil que suena, mientras un argentino guapo canta Paraules d'amor en perfecto catalán con una guitarra que tiene un Graciela pintado con letras curvadas. El móvil suena con el trino de un pajaro, y la cara del chico se convierte en una sonrisa enorme, de alegría enorme, de entusiasmo enorme. Mientras, la música me entra adentro, coloniza mis entrañas, columpiándose antes un poco en los pendientes redondos, se desliza hasta la mano que sostiene una novela, retrocede por el brazo, llega a los pies fríos apoyados en el suelo, se enamora del tacto de la bolsa que sostiene la otra mano, me cosquillea en la boca, cuando lucha por despegarse del brillo rosa de labios que llevo puesto. La música me hace llorar, pero también otras pequeñas miserias propias, también la alegría del chico del turbante, también la mirada inquisitiva de la chica rubia de ojos saltones y mechas mal teñidas que mira con una ceja levantada la gota saladita que huye de mi lagrimal izquierdo e infrautilizado.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio