Yo adivino el parpadeo
Un cielo límpido matutino ilumina de azules el aire frío que por fin ha llegado. La calle desborda de niños ruidosos que corren y ríen con mochilas a primera hora de la mañana, y mientras, a mí todavía no se me despegaron del todo los párpados pintados de verde, y camino con piloto automático y el pelo mojado, oyendo tangos y con los diques de mis pestañas a punto de romperse. La acera es tan gris como siempre, con su rugosidad polvorienta, de un tono continuo a mis ojos bajos, y no he dormido demasiado bien. Estoy cansada, cansada como sólo puede estarse cuando se come poco y a deshora, se duerme escasas horas, se trabaja mucho y se piensa demasiado en cosas que ya no.
Como me escribió hace años Dani (seguro que él ni se acuerda), hay tantos "ya no" que se cargan en el alma, que hay que aprender a vaciarlos de sentido, a hacer de la nostalgia una extraña compañera de cama.
Cuando estoy abatida, la belleza de las cosas me aturde más si cabe, me golpea como un puñetazo flojito, que no duele, pero sorprende y desconcierta. Me llena de algo parecido al pica pica, que escuece pero gusta. Esta mañana, cuando veo el mar tan radiante desde la ventana del vagón, y me lleno de algo grande y gaseoso, como un globo, me doy cuenta de que hace ya mucho que no me encuentro al desconocido del tren, un tipo que iba peinado como el actor secundario Bob, la piel impecablemente blanca, pestañas negras envolviendo como papel de regalo a unos ojos verdes que relucían como las piedras caras, y me alegraba la mañana con solo mirarle unos minutos. Era algo realmente hermoso, con una expresión serena y una calma en sus movimientos poco usual, masculino y sin embargo con un aspecto delicado. Brutalmente bello. Supongo que lo sigue siendo, aunque yo ya no le vea.
Hoy veo el mar. No es lo más bonito del mundo, pero casi. No me sube mucho el ánimo, pero sí lo suficiente para fingir que lo hace del todo. Y estoy oyendo a Ramones en I believe in miracles. Y sí, es cierto, creo.
Como me escribió hace años Dani (seguro que él ni se acuerda), hay tantos "ya no" que se cargan en el alma, que hay que aprender a vaciarlos de sentido, a hacer de la nostalgia una extraña compañera de cama.
Cuando estoy abatida, la belleza de las cosas me aturde más si cabe, me golpea como un puñetazo flojito, que no duele, pero sorprende y desconcierta. Me llena de algo parecido al pica pica, que escuece pero gusta. Esta mañana, cuando veo el mar tan radiante desde la ventana del vagón, y me lleno de algo grande y gaseoso, como un globo, me doy cuenta de que hace ya mucho que no me encuentro al desconocido del tren, un tipo que iba peinado como el actor secundario Bob, la piel impecablemente blanca, pestañas negras envolviendo como papel de regalo a unos ojos verdes que relucían como las piedras caras, y me alegraba la mañana con solo mirarle unos minutos. Era algo realmente hermoso, con una expresión serena y una calma en sus movimientos poco usual, masculino y sin embargo con un aspecto delicado. Brutalmente bello. Supongo que lo sigue siendo, aunque yo ya no le vea.
Hoy veo el mar. No es lo más bonito del mundo, pero casi. No me sube mucho el ánimo, pero sí lo suficiente para fingir que lo hace del todo. Y estoy oyendo a Ramones en I believe in miracles. Y sí, es cierto, creo.
2 comentarios:
Su descripción es agridulce pero encantadora
Agridulce es precisamente cómo me sentía... no sé si fue encantadora la descripción, pero me alegra que se lo pareciera, señor Zorgin. Un beso.
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