Tormentas Paradigmáticas

Aquellas perturbaciones que se ajustan a mi propia idea mental del concepto tormenta...

martes, septiembre 25, 2007

Cosas que no digo. Cosas que no hago

Hace días que quiero decir cosas, y las palabras me nacen de ese lugar blandito de adentro. Nacen, crecen y se quedan en ese limbo flotante, que podríamos llamar apatía. Puedo respirar hondo y pensar que es mejor que se vayan, hasta que lo hagan. Puedo sentarme frente a un bloc de post-its amarillo pálido y tomar notitas tristes con tinta negra. Puedo hacer varias cosas, pero no hago nada. Las miro bailar frente a mí, sabiendo por qué vienen y qué es lo que quieren de mí.

No hago nada. A menudo me revisto de zinc o de titanio, o de cualquier otro material resistente. Y las cosas impactan contra mi cuerpo sin daños, rebotan o caen, pero no me afectan mucho.

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La buena suerte

Y en ese instante, mirándose al espejo del baño de diseño de aquel bar, con una luz ténue esconde-defectos y una música ambiental de tecno suave, ella decidió que la suerte sería suya. Que construiría su buena suerte con prudencia, con golpes de sus tacones en el suelo, las palabras justas y la frente bien alta. También supo, con una certeza que le escoció por dentro, que hay momentos que deberían durar siempre y sensaciones que deberían prolongarse en el tiempo mucho más allá de lo razonable. Pero casi nunca pasa. El tiempo no podía detenerse eternamente justo cuando apoyó las manos sobre la mesa, se impulsó hacia arriba y hacia delante, y le pidió un beso con un susurro y los labios brillantes. Fue cálido y húmedo, como un sorbo de té azucarado que baja por la garganta con un escalofrío.

Cerró el grifo. Se peinó el flequillo demasiado largo, con los dedos. Enseñó los dientes al espejo. Respiró hondo, dió media vuelta sobre sus botas negras y salió del baño, perfumado con ambientador de limón. Después, la noche rodó cuesta abajo, sin frenos.

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lunes, septiembre 03, 2007

Las lágrimas tontas y sus engranajes misteriosos

Sigue siendo un misterio el mecanismo de mi tristeza autoinfligida.

Anoche me dieron las mil viendo a Punset hablando sobre sueños, las sustancias que segrega el cerebro, la realidad y nuestra percepción de lo que es sueño o no lo es. Después, pensando en eso, no podía dormir, o eso creía, sin lograr averiguar del todo si seguía despierta o ya me había dejado caer en esas brumitas oníricas que parecen tan reales. Me había pasado la tarde viendo videos de cuando R era pequeño, con su carita redonda y su sonrisa de dientecillos separados. Estaba conmovida y nostálgica, hipersensible, con la mente en esa realidad lejana que tiende al color sepia y no es más que un pasado descolorido. En la pantalla, se movía gente que ya no existe, como mi bisabuela Encarnación, vestida de negro, sonriente y oronda, sentada en la puerta de su casa, abanicándose con la mano en un caluroso agosto de hace más de veinte años. O una yo de tres años que casualmente pasa corriendo frente a la cámara, con una aureola de pelo rubio despeinado escapando de la coleta.

Todo eso + algunos sueños inoportunos en la noche del sábado al domingo, nada más llegar de Lisboa, + la proximidad del retorno a la vida normal, + incertezas y preocupaciones, + la época que se avecina + un subebaja hormonal= un panorama de tristeza difusa. Una tristeza que es más un montón de pequeños motivos dispersos que una gran razón sólida, pero que al final se atraganta igual de espesa y rasposa.

Volví, aquí estoy. Qué cortas son siempre las vacaciones.

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