Sigue siendo un misterio el mecanismo de mi tristeza autoinfligida.
Anoche me dieron las mil viendo a Punset hablando sobre sueños, las sustancias que segrega el cerebro, la realidad y nuestra percepción de lo que es sueño o no lo es. Después, pensando en eso, no podía dormir, o eso creía, sin lograr averiguar del todo si seguía despierta o ya me había dejado caer en esas brumitas oníricas que parecen tan reales. Me había pasado la tarde viendo videos de cuando R era pequeño, con su carita redonda y su sonrisa de dientecillos separados. Estaba conmovida y nostálgica, hipersensible, con la mente en esa realidad lejana que tiende al color sepia y no es más que un pasado descolorido. En la pantalla, se movía gente que ya no existe, como mi bisabuela Encarnación, vestida de negro, sonriente y oronda, sentada en la puerta de su casa, abanicándose con la mano en un caluroso agosto de hace más de veinte años. O una yo de tres años que casualmente pasa corriendo frente a la cámara, con una aureola de pelo rubio despeinado escapando de la coleta.
Todo eso + algunos sueños inoportunos en la noche del sábado al domingo, nada más llegar de Lisboa, + la proximidad del retorno a la vida normal, + incertezas y preocupaciones, + la época que se avecina + un subebaja hormonal= un panorama de tristeza difusa. Una tristeza que es más un montón de pequeños motivos dispersos que una gran razón sólida, pero que al final se atraganta igual de espesa y rasposa.
Volví, aquí estoy. Qué cortas son siempre las vacaciones.
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