Qué miedo estar así, al borde, y saber que un paso, un solo paso, es
zas, al fondo. Tengo esa clase de vértigo sin altura que atenaza la boca del estómago y recorre la espalda con un escalofrío-frío, como de montaña rusa pero en serio*. Me ronda por dentro una sensación como de presagio, como de cercanía, de final de trayecto, de posibilidad próxima, que tal vez quede en eso, una sensación. Pero si no, qué miedo dar otra vez vueltecitas-peonza, y reír hasta que estalle el globo de mi vestido sin que importe nada, y eso sobre todo, que no me importe nada en el mundo, es lo más desorientador para alguien como yo, que lo controla casi todo. Morirme de ganas de decir cosas, y lo que es peor, decirlas, sin culpa ni duda ni miedo ni prudencia ni estrategia. Sólo vomitar palabras a borbotones, con toda su intensísima carga semántica, su ristra de connotaciones y de dobles sentidos, su séquito infinito de quisedecir, su peso emocional, su recuerdo indeleble. Decirlas, y luego saberlo, recordarlo, sentirlo y sufrirlo, cargar con la culpa, las consecuencias. Uf, qué miedo otra vez sufrir ese descontrol (divertido y estresante) sobre mí misma, esas licencias para matar, esa excesiva tolerancia sobre mis actos, esa permisividad que no merezco y me otorgo.
Y si al final nada ocurre, será más tiempo invertido en elucubraciones que no llevan a un sitio concreto, no? Tiempo empleado en conocerme. Pasar rato conmigo y aprenderme.
* De pequeña, que me asomara a los balcones era altamente peligroso. Necesitaba tirarme, con una desmesurada e inconsciente atracción por el vacío que me convertía en una pequeña kamikaze. Me sostuvieron, me enseñaron y ahora ya no quiero tirarme casi nunca, aunque la distancia entre mi frente y el suelo sigue siendo algo con impulsos de atraerse.Etiquetas: Introspecciones