Tormentas Paradigmáticas

Aquellas perturbaciones que se ajustan a mi propia idea mental del concepto tormenta...

jueves, octubre 20, 2005

Enésima anáfora inconclusa

(Inspirada por Aguirre y el profundo significado que para mí tiene la palabra impostergable)

Impostergable, porque hay límites que no fijo yo, sino Iberia. Impostergable, porque mil detalles escapan al control que tratamos de imponerles y cuando por remota casualidad todo encaja es preciso capturar el momento y encerrarlo entre cuatro paredes. Impostergable, porque el tiempo se escapa sigiloso en gotitas plateadas, resbaladizas, y me quedo con sólo unas horas tristes por delante, un deseo que se impone a todo y una posibilidad, impostergable. Impostergable, porque su cuerpo me llamaba con gritos silenciosos, con su calor y su olor a limón. Impostergable porque ese “ahora o nunca” me paseó por la vereda dando la vuelta al cementerio, mirando al suelo, mirando al cielo, y el ahora era mucho más jugoso que el nunca. Impostergable, simplemente impostergable.

miércoles, octubre 19, 2005

Hoy me conquista


Esta mañana me levanté con un ánimo raro: el cansancio que parece adherir el cuerpo a la calidez de las sábanas, esos sueños que siguen proyectándose en la pantalla del interior de los párpados aún cuando se apagó el proyector y la semioscuridad de las 7'30 configuraron un contexto matutino poco apasionante. No había demasiado entusiasmo por nada y sí decenas de anotaciones mancillando los márgenes de un miércoles en la agenda.

Escribo siempre con estilográfica y tinta negra, porque me gustan los trazos gruesos, fluidos, firmes e indelebles. Mi caligrafía es medio loca y bastante cursiva, saltarina y poco consecuente. Pego post-its en las páginas de la agenda, recorto fotos y noticias del periódico, anoto cosas que debo hacer, cosas que hice, cosas que me pasaron y cosas que me gustaría que me pasaran. Anoto todo, y al final me mancho con la tinta los dedos índice y anular, y me lavo las manos furiosa, con una obsesión antiséptica que me vuelve la piel frágil y delicada. Esa manía de tener las manos impolutas acaba por dar un aspecto enfermizo a mis manos flacas, que ya de por sí son frías y pálidas. Aunque eso es irrelevante y no viene al caso. Lo que de verdad quería contar era lo que hace virar mi día y abrir dos paréntesis de emoción en mi tristeza cotidiana y sin causa aparente.

Hoy me conquista un blog que encuentro paseando, http://patchgirl.blogspot.com. Aunque para mi gusto le sobran algunos dibujitos, me entretengo leyendo y siento esa admiración levemente teñida de un tipo de envidia muy tonta. También me enamora, en esa clase de amores breves pero intensos, un poema con el que me tropiezo casi sin querer, aunque queriendo sin saberlo. Me ilumina, me desconcierta, me entusiasma y me sorprende, me desarma y quisiera compartirlo. Pero en realidad no quiero, así que no puedo y así que no debo. Lo anoto y basta.

TELO
Llegamos
con la urgencia
de lo impostergable

Para dos sábanas
y una cama
la eternidad
nos alquiló sesenta minutos

(Ernesto Aguirre)

lunes, octubre 10, 2005

Everyday I love you less and less...


Desde que suena el despertador amarillo limón y me saca de una gran bañera llena de espuma rosa fúcsia en la que me estaba oníricamente bañando con unos amigos (todos vestidos con traje y corbata de rayas de colores, según los tonos del arco iris) y unos cuantos patos de goma, esta es la banda sonora de mi día. Mientras me ducho, todavía con los ojos pegados por el sueño, resuena en mi mente la voz de Ricky Wilson, el cantante de Kaiser Chiefs, y su ritmo acelerado imprime una cadencia punk a mis acciones matutinas. Me visto (camisa estampada, jeans grises, bailarinas, medias de rejilla, pendientes enormes), desayuno, me lavo los dientes y me maquillo en un tiempo récord, oyendo de fondo las malas noticias con las que se inaugura un lunes. Nada bueno parece pasar en el mundo, y, por poco importante que sea, está nublado en Barcelona, con ese tono gris perla opaco y nada perlado que tiene el cielo cuando se tapa con capas espesas de nubes. Mientras me pinto las pestañas, un señor de aspecto serio dice en la tele que los tornados, terremotos y demás catástrofes que se suceden en las últimas semanas sólo indican que nos encontramos ante el inicio del fin del mundo. Qué triste si fuera cierto, querido. El fin del mundo nos debiera encontrar a todos vestidos de fiesta, borrachos, despeinados y con los zapatos de tacón en la mano. El fin del mundo debería venir de súbito, sin darnos tiempo a tomar conciencia de que la gente muere a puñados, de que las ciudades se hunden o inundan, que llueve azufre o que llegan esos jinetes tan típicos de los fines del mundo. No molan los finales en ese tipo de anticrescendo: everyday I love you less and less, cada día te quiero un poco menos, te estoy dejando de querer, tan diferente al ya no te quiero. Esa disminución de las constantes, ese progresivo abandono, tan opuesto a un estallido de lo que sea.

Ya no te quiero. Es una frase que me suena contundentemente hermosa, sin réplica posible, determinante y definitiva, pero que debe incrustarse adentro como un trozo de vidrio. Me emocionaría poder usarla alguna vez en mi vida, porque implicaría una determinación que no tengo, un poder de decisión ajeno a mí, una seguridad en mis afectos de la que carezco. Al contrario, en la práctica siempre cohabito con la confusión y la duda, con los remordimientos y otros restos de afectos que no me permiten elegir blanco o negro, sino quedarme en un amplio abanico de tonos de gris: aburridos y cobardes. Y además, no me gusta quedar mal, no me gusta ser odiada y no me gusta doler, ser el origen de una herida para nadie, cosa que me hunde en la terrible normalidad de la especie humana. Decir "ya no te quiero" es, además, frío y ligeramente cínico: "me da igual como te sientas, ya no te quiero". Todos los que no somos buenos del todo, quisiéramos ser malos algunas veces. Pero ser malo cuando se es un poco bueno cuesta mucho, y nos acabamos quedando en una media tinta, un tanto por ciento, que seguramente nos dejaría en el purgatorio ad infinitum, suponiendo que hubiera una clasificación en el depósito espiritual post-mortem. Me quedo en un reducto semibueno, con pequeñas malas obras, diminutos actos de crueldad, malos sentimientos chiquititos y un trasfondo de sentimiento de culpa, de ganas de hacer las cosas según lo universalmente entendido como bien. La maldad es complicada, multimatices y policromada, y pasarse al lado oscuro cuesta un poco más que lo que pintan las películas.

viernes, octubre 07, 2005

Benditos alfajores (Líbranos de su escasez)


La primera vez que comí alfajores fue en Buenos Aires, claro. Concretamente, el día 2 de octubre de 2004. Concretamente, a las 13 h, en un taxi que me llevaba desde el hotel Park Central Kempinski a la calle Godoy Cruz, 3046, chez Ribichini. Antes de explicar por qué los probé justamente en un taxi, creo que es importante hablar de los taxistas porteños.

Estuve dos veces durante una semana en Buenos Aires, y tomé, más o menos, unos 20 taxis diferentes. En años diferentes, meses diferentes y horas diferentes. Y nunca, nunca, nunca, me pasó lo que a veces pasa en Madrid, Barcelona, Londres, Roma o cualquier otra ciudad: que el taxista se quede callado. Eso, cuando visitas una ciudad nueva que te está enamorando locamente y además eres una persona locuaz, es una cualidad formidable. En otras condiciones, no creo que resulte muy agradable, y me viene a la mente un viaje con Martín desde la Recoleta hasta Talcahuano (entre Juncal y Arenales). Che, no se callaba, eh?

Los taxistas porteños, además, pueden hablarte de cualquier cosa. Uno de ellos me explicó en diez minutos (con una capacidad de síntesis admirable, y sin embargo, con todo lujo de detalles) los últimos 200 años de historia argentina. Otro, me habló sin cesar de las cualidades de los varones porteños (Alejandro, hubiera tenido que grabarlo para comparar), otro me contó de los problemas económicos post-corralito, otro intentó quedar conmigo y aún otro me estuvo explicando por qué Messi era mejor que otro del cual no recuerdo el nombre. Pero sin duda, el mejor de todos ellos, fue un señor de cara grande, poco pelo y camisa de cuadros, que me explicó cómo eran los alfajores. Era mi segundo día en la Argentina, y lo miraba todo con ojos grandes. La noche anterior, Martín y Daniel me llevaron de paseo, y comimos en Pérsicco algo riquísimo, pero la verdad es que nunca había oido hablar de los alfajores. Es más, aquí hay algo con el mismo nombre pero que viene en las cajas de polvorones en Navidad, con forma ovalada y un sabor que me repugna. El taxista, al que llamaremos Rafael porque tenía cara de llamarse Rafael, se asombró de que no sólo no los hubiera probado, sino que tampoco sabía lo que eran. Me preguntó si podía parar un segundo en una gasolinera. Yo pensaba que iba a repostar, pero me trajo un alfajor. Envuelto en papel plateado.

Me emocionó tanto, que me lo quería guardar. Pero una siempre fue golosa, y el viaje por Libertadores se alargaba... no podía creer lo bueno que estaba, y ahí comenzó mi adicción y mi largo periplo por clínicas de desintoxicación de todo el mundo. Necesito un alfajor diario para tener felicidad plena. Este año, compré en Buenos Aires tres cajas de Havanna (de las mixtas de 24). De eso hace apenas un mes, y las existencias ya se han agotado. Al borde de la depresión estaba, cuando llegó el señor Ayala de su viaje (ayer) y me regaló una cajita, que ahora adorna mi escritorio y que escondo cuando entra alguien...

Nota final: Los alfajores son pastas. Eso en primer lugar, y para los no iniciados. Son redondos y blandos, de unos siete centímetros de diamétro y unos dos de grosor. Están hechos de dos redondelillos de bizcocho, entre los que se encuentra el dulce de leche (mmmmmmmmm). Y ese sandwich, se recubre de chocolate o de merengue (en mis versiones favoritas). ¡Cómo explicar lo que es esa delicia sin alcanzar un orgasmo gustativo!

Ensayo en torno al café con leche


NOTA INTRODUCTORIA: Siendo aparentemente dos conceptos sencillos y dos entes físicos fácilmente asociables en un recipiente, un ensayo (aunque sea breve, escrito rápidamente y muy poco exhaustivo) puede parecer innecesario. Pero el adverbio "aparentemente" y la perífrasis "puede parecer" ya traslucen una intención más o menos funesta de hablar del tema, ¿no? Allá voy.

El café con leche en mi trabajo es una aventura diaria, por ejemplo. Durante un tiempo, tuvimos en la redacción una estupenda máquina que funcionaba con cápsulas plásticas individuales llenas de café molido de alta calidad (y con diferentes variedades que probábamos con deleite y expresión concentrada, cual sibaritas del café). Con un solo movimiento de palanca hacía un espresso ciertamente aceptable. Como vino a sustituir a una cochambrosa y antediluviana cafetera americana de filtro (a la que tenía que hacérsele el análisis del carbono-14 para determinar su edad) fue un cambio realmente glorioso. Día tras día, hacíamos cola con nuestra taza en la cafetera, satisfechos con la comodidad de la maquinita y sus evidentes ventajas. Sin embargo, los caprichos se pagan, y por cada café, una moneda de 50 céntimos de euro se trasladaba desde nuestros monederos a una hucha. Con eso, pagábamos los ingentes pedidos de capsulitas, cucharillas y vasitos (para las visitas, que además no pagaban). Pero a finales de mes, sieeeempre faltaba dinero en la hucha y no podía cubrirse el importe del pedido. Además, las capsulitas usadas se acumulaban en un depósito interno que todo el mundo olvidaba vaciar, y los restos de café se secaban en el soporte de los vasos. Digamos que la prosaica realidad vino a puerquear nuestro sueño de cafetólogos.

Y un día infame, regresamos a la cafetera americana, tras un breve período en que Uri bajaba al bar de abajo (al Iglú, para más señas, que tiene un soberbio camarero de ojos turquesa que ya merece por sí mismo una visita, entre otros actos de reverencia que mencionaré en post aparte) con una caja-bandejita y subía unos cortaditos en vaso de vidrio, con sus cucharitas y sus sobrecitos de azúcar. Y claro, eso significaba 1 euro que resentía nuestros bolsillos cada mañana, así que esa época duró poquito. El día menos pensado, me armé de fairy y vileda, y estoica como pocas, me dediqué a arrancar los posos de café secos y mugrientos de la jarra que un día fue transparente. No es que de repente brotara de aquél trasto un café bueno, pero tras unos lavados con agua hirviendo y vinagre, pareció que la cal del agua depositada tras siglos de uso comenzaba a ceder, y al final, sacamos de ella un líquido oscuro que podría llamarse, sin faltar del todo a la verdad: CAFÉ. Y lo más importante: 1 euro al mes por persona consumidora del bebedizo nos abastecía de filtros, azúcar, café molido y leche en polvo. Y lo mejor, sin límite de unidades per cápita y día, cosa muy positiva para alguien que, como yo, está todo el día enclaustrada entre estas cuatro paredes pintadas de enfermizo color salmón.

Y bue, el café con leche me gusta, cuando hace un ratito que estoy sentada en el escritorio. Con croissant, con donut, con lo que sea, pero sobre todo, con un alfajor de los blancos (tal delicia merecerá un post en un futuro cercano, dedicado a ti/vos, señor Naniel Ucl). A partir del pasado lunes (día en que comencé, por fin, a estructurar y organizar mi vida), soy la encargada de limpiar la jarra de la cafetera y hacer café. He aprendido que si controlo las variables durante el proceso, es más probable que el resultado me satisfaga. El problema son los medios, claro, como en casi todo lo que afecta a esta santa casa. La nevera que nos tocó en suerte cuando dios repartió las albricias y los dones no funciona demasiado bien. Como viene directamente a nosotros desde los períodos glaciares, congela las cosas. La leche cortada y granizada es mucho más de lo que uno humildemente pide para aderezar el café. Así que cuando comenzamos a ser inmunes a la salmonella y a desarrollar un cierto aire de lactantes alienígenas, la compramos en polvo, para deshabituar el organismo. Ahora es más sencillo obtener un café con leche normal, si aprendes a luchar contra los grumos.

Me gusta el café con mucho azúcar, en cualquiera de sus versiones. Y odio los edulcorantes, la sacarina y todas las pildoritas de esa especie. El azúcar, no obstante, debe almacenarse bien, en un lugar sin humedad y que no atraiga insectos, para que no acabe lleno de detritus o totalmente compacto. Y eso, es lo que pasa cuando se guarda en su propio envase de papel, y todo el mundo pone las cucharillas dentro (a veces húmedas, a veces no). Voy a ahorrarme los detalles inmundos, pero la conclusión final es que no deja de ser complicado poder tomar una taza de café con leche en condiciones aceptables de salubridad y sabor que me suba mi (hipo)tensión... pero casi siempre lo consigo. ¿Sr.Starbucks, sería mi esclavo diez minutos diarios durante el resto de mi vida laboral? Son 41 años de nada, suponiendo que no se retrase la edad de jubilación.


jueves, octubre 06, 2005

Tristezas de mentira (y II)


Ayer por la tarde, como tantos otros días, subí a un tren de cercanías abarrotado para regresar a casa. También como muchos días, aproveché la calle Martí Pujol, que tengo que recorrer entera caminando para llegar a la estación, para hacer las llamadas que tenía pendientes, así que pasé el molinete y subí al tren todavía con el móvil pegado a la oreja. Me senté junto a la ventana, acomodé el bolso pegado a mi cadera, guardé el teléfono y saqué un libro. Entonces, un argentino moreno con una guitarra y pelo alborotado alrededor de la cabeza, comenzó a cantar una canción de Serrat.

Frente a mí, se sentaba un chico de pelo muy corto y piel muy suave. Su ceja derecha se interrumpía con un piercing, y en las uñas tenía diminutos restos blaquecinos de yeso reciente, esa pátina envejecida que toman las manos cuando se está todo el día tocando materiales ásperos. Me sonríe, cómplice y con una sonrisa pequeña, cuando Mediterráneo acaba, y el cantante da a elegir a los pasajeros entre algo de Sabina o algo de Calamaro para continuar el recital. Pero al chico los ojos se le anegan cuando comienzan a llenar el vagón las primeras frases de Nos sobran los motivos. Lo miro, descarada y sin disimular, sorprendida y admirada por ese arranque de emoción. Él, levanta la cabeza, mira hacia arriba, lucha con sus propias lágrimas, que se enredan con sus pestañas oscuras y pugnan por escaparse. Me imagino el nudo que tiene en la garganta, y miles de preguntas mudas se agolpan tras mis pupilas de periodista. Una ternura inusitada me invade, proyectada toda hacia ese desconocido de rostro apacible, ojos intensos, que llora solo en un tren, agarrado a una mochila.

Por eso, porque me enamoro de los detalles y me decepciono con los conjuntos, porque me invento historias ajenas para sentirme especial, porque mis días se iluminan con una canción que me agita por dentro, convirtiendo mis entrañas en un cóctel, un batiburrillo de colores mezclados... por eso mismo, me salen historias tristes, y aunque esté contenta, siempre se agolpa en mis letras la pesadumbre.

miércoles, octubre 05, 2005

La novia cadáver



Recibo un cd de Warner con su próximo estreno, y la redacción en pleno hace una reverencia... nueva peli de animación de Tim Burton, La novia cadáver. Unánimemente, decidimos dedicarle el próximo articulo de cine en la revista de noviembre. La técnica del stop-motion (increible pero cierto: rodada en imágenes fijas tomadas con una cámara fotográfica reflex digital y marionetas movidas milímetro a milímetro) llevada a sus consecuencias artísticas y estéticas más extremas, algo tan plástico y tan macabramente tierno que no se veía desde Nightmare before Christmas... Je, me estoy volviendo una burtonmaníaca, entre otras patologías mentales menores y no demasiado preocupantes que comienzo ya a asumir como propias.

Tristezas de mentira (I)


Como siempre, amanece Barcelona, y nada más sonar el despertador (estridente, insolente y muchos otros adjetivos acabados en -nte, como apremiante, impertinente...) me doy cuenta de que hoy será uno de esos días en que el aire es frío y pesado (¿eso fue una paradoja? nunca supe que es lo que pesa más, si el caliente o el frío) y que sólo me salen cosas medio tristes cuando me siento frente al pc y me pongo a tipear en una clase de acelerada disgresión inconsciente que me permite incluso fingir que trabajo mucho*. Sin embargo, no estoy nada triste: toda la tristeza que flota a mi alrededor se deposita en las letras. Creo, sin dejar mucho lugar a las dudas, que ayer fue un buen día.


*¿El truco? Fruncir ligeramente el ceño, escribir muy muy rápido echando fugaces miradas a unos folios apilados junto al teclado, no perder demasiado tiempo (como mucho, 5') y minimizar la ventana. Y no, Sergi, no te preocupes: sólo estoy distraída un par de minutos cuando llego.

lunes, octubre 03, 2005

Tormentas Paradigmáticas

tormenta.
(Del lat. tormenta, pl. de -tum, tormento).
1. f. Perturbación atmosférica violenta acompañada de aparato eléctrico y viento fuerte, lluvia, nieve o granizo.
2. f. Adversidad, desgracia o infelicidad de alguien.
3. f. Manifestación violenta de un estado de ánimo excitado

paradigma.
(Del lat. paradigma, y este del gr. παρδειγμα).
1. m. Ejemplo o ejemplar.
2. m. Ling. Cada uno de los esquemas formales en que se organizan las palabras nominales y verbales para sus respectivas flexiones.
3. m. Ling. Conjunto cuyos elementos pueden aparecer alternativamente en algún contexto especificado; p. ej., niño, hombre, perro, pueden figurar en El -- se queja.

Las tormentas paradigmáticas son aquellas perturbaciones (más o menos intensas, más o menos positivas y más o menos cotidianas) que encajan con el concepto mental que uno tiene de ellas, cumpliendo el paradigma. Aquellos sucesos diarios inesperados, y sin embargo, previsibles en su desarrollo... o tal vez, incluso el título sea una excusa para narrarlos.

El rey, el frío, la casita de madera


Buenos Aires, 17 de septiembre de 2005

El frío casi siempre sorprende. Más aún a mediodía, en una fiesta al exterior. Dani se encoge en su chaqueta fina, pero no deja de ser un rey ni siquiera a plena luz del día. Durante ese asado, nos hacemos amigos de verdad, de verdad de la buena, amigos de muchos kilates y amigos Champions League, que no comparten cama pero sí muchos abrazos... la noche se escapa de la rutina, esquiva como casi siempre son las noches donde corre el alcohol y las drogas se esconden.

En el jardín, junto a la piscina vacía y los árboles iluminados, había una casita de madera pintada de colores. Un detalle importante, que no quiero olvidar, pero que es un recuerdo de esos ténues, que tienden a perderse si no se clavan bien con alfileres.